III. Crisis y consecuencias del
antropocentrismo moderno
115. El antropocentrismo moderno, paradójicamente,
ha terminado colocando la razón técnica sobre la realidad, porque este ser
humano «ni siente la naturaleza como norma válida, ni menos aún como refugio
viviente. La ve sin hacer hipótesis, prácticamente, como lugar y objeto de una
tarea en la que se encierra todo, siéndole indiferente lo que con ello suceda»[92].
De ese modo, se debilita el valor que tiene el mundo en sí mismo. Pero si el
ser humano no redescubre su verdadero lugar, se entiende mal a sí mismo y
termina contradiciendo su propia realidad: «No sólo la tierra ha sido dada por
Dios al hombre, el cual debe usarla respetando la intención originaria de que
es un bien, según la cual le ha sido dada; incluso el hombre es para sí mismo
un don de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura natural y moral de la
que ha sido dotado»[93].
116. En la modernidad hubo una gran desmesura
antropocéntrica que, con otro ropaje, hoy sigue dañando toda referencia común y
todo intento por fortalecer los lazos sociales. Por eso ha llegado el momento
de volver a prestar atención a la realidad con los límites que ella impone, que
a su vez son la posibilidad de un desarrollo humano y social más sano y
fecundo. Una presentación inadecuada de la antropología cristiana pudo llegar a
respaldar una concepción equivocada sobre la relación del ser humano con el
mundo. Se transmitió muchas veces un sueño prometeico de dominio sobre el mundo
que provocó la impresión de que el cuidado de la naturaleza es cosa de débiles.
En cambio, la forma correcta de interpretar el concepto del ser humano como «
señor » del universo consiste en entenderlo como administrador responsable[94].
117. La falta de preocupación por medir el daño a
la naturaleza y el impacto ambiental de las decisiones es sólo el reflejo muy
visible de un desinterés por reconocer el mensaje que la naturaleza lleva
inscrito en sus mismas estructuras. Cuando no se reconoce en la realidad misma
el valor de un pobre, de un embrión humano, de una persona con discapacidad
–por poner sólo algunos ejemplos–, difícilmente se escucharán los gritos de la
misma naturaleza. Todo está conectado. Si el ser humano se declara autónomo de
la realidad y se constituye en dominador absoluto, la misma base de su
existencia se desmorona, porque, «en vez de desempeñar su papel de colaborador
de Dios en la obra de la creación, el hombre suplanta a Dios y con ello provoca
la rebelión de la naturaleza»[95].
118. Esta situación nos lleva a una constante
esquizofrenia, que va de la exaltación tecnocrática que no reconoce a los demás
seres un valor propio, hasta la reacción de negar todo valor peculiar al ser
humano. Pero no se puede prescindir de la humanidad. No habrá una nueva
relación con la naturaleza sin un nuevo ser humano. No hay ecología sin una
adecuada antropología. Cuando la persona humana es considerada sólo un ser más
entre otros, que procede de los juegos del azar o de un determinismo físico,
«se corre el riesgo de que disminuya en las personas la conciencia de la
responsabilidad»[96].
Un antropocentrismo desviado no necesariamente debe dar paso a un
«biocentrismo», porque eso implicaría incorporar un nuevo desajuste que no sólo
no resolverá los problemas sino que añadirá otros. No puede exigirse al ser
humano un compromiso con respecto al mundo si no se reconocen y valoran al
mismo tiempo sus capacidades peculiares de conocimiento, voluntad, libertad y
responsabilidad.
119. La crítica al antropocentrismo desviado
tampoco debería colocar en un segundo plano el valor de las relaciones entre
las personas. Si la crisis ecológica es una eclosión o una manifestación
externa de la crisis ética, cultural y espiritual de la modernidad, no podemos
pretender sanar nuestra relación con la naturaleza y el ambiente sin sanar
todas las relaciones básicas del ser humano. Cuando el pensamiento cristiano
reclama un valor peculiar para el ser humano por encima de las demás criaturas,
da lugar a la valoración de cada persona humana, y así provoca el
reconocimiento del otro. La apertura a un «tú» capaz de conocer, amar y
dialogar sigue siendo la gran nobleza de la persona humana. Por eso, para una
adecuada relación con el mundo creado no hace falta debilitar la dimensión
social del ser humano y tampoco su dimensión trascendente, su apertura al «Tú»
divino. Porque no se puede proponer una relación con el ambiente aislada de la
relación con las demás personas y con Dios. Sería un individualismo romántico
disfrazado de belleza ecológica y un asfixiante encierro en la inmanencia.
120. Dado que todo está relacionado, tampoco es
compatible la defensa de la naturaleza con la justificación del aborto. No
parece factible un camino educativo para acoger a los seres débiles que nos
rodean, que a veces son molestos o inoportunos, si no se protege a un embrión
humano aunque su llegada sea causa de molestias y dificultades: «Si se pierde
la sensibilidad personal y social para acoger una nueva vida, también se
marchitan otras formas de acogida provechosas para la vida social»[97].
121. Está pendiente el desarrollo de una nueva
síntesis que supere falsas dialécticas de los últimos siglos. El mismo
cristianismo, manteniéndose fiel a su identidad y al tesoro de verdad que
recibió de Jesucristo, siempre se repiensa y se reexpresa en el diálogo con las
nuevas situaciones históricas, dejando brotar así su eterna novedad[98].
El relativismo
práctico
122. Un antropocentrismo desviado da lugar a un
estilo de vida desviado. En la Exhortación apostólica Evangelii gaudium me referí al
relativismo práctico que caracteriza nuestra época, y que es «todavía más
peligroso que el doctrinal»[99].
Cuando el ser humano se coloca a sí mismo en el centro, termina dando prioridad
absoluta a sus conveniencias circunstanciales, y todo lo demás se vuelve
relativo. Por eso no debería llamar la atención que, junto con la omnipresencia
del paradigma tecnocrático y la adoración del poder humano sin límites, se
desarrolle en los sujetos este relativismo donde todo se vuelve irrelevante si
no sirve a los propios intereses inmediatos. Hay en esto una lógica que permite
comprender cómo se alimentan mutuamente diversas actitudes que provocan al
mismo tiempo la degradación ambiental y la degradación social.
123. La cultura del relativismo es la misma
patología que empuja a una persona a aprovecharse de otra y a tratarla como
mero objeto, obligándola a trabajos forzados, o convirtiéndola en esclava a
causa de una deuda. Es la misma lógica que lleva a la explotación sexual de los
niños, o al abandono de los ancianos que no sirven para los propios intereses.
Es también la lógica interna de quien dice: « Dejemos que las fuerzas
invisibles del mercado regulen la economía, porque sus impactos sobre la
sociedad y sobre la naturaleza son daños inevitables ». Si no hay verdades
objetivas ni principios sólidos, fuera de la satisfacción de los propios
proyectos y de las necesidades inmediatas, ¿qué límites pueden tener la trata
de seres humanos, la criminalidad organizada, el narcotráfico, el comercio de
diamantes ensangrentados y de pieles de animales en vías de extinción? ¿No es
la misma lógica relativista la que justifica la compra de órganos a los pobres
con el fin de venderlos o de utilizarlos para experimentación, o el descarte de
niños porque no responden al deseo de sus padres? Es la misma lógica del «usa y
tira», que genera tantos residuos sólo por el deseo desordenado de consumir más
de lo que realmente se necesita. Entonces no podemos pensar que los proyectos
políticos o la fuerza de la ley serán suficientes para evitar los
comportamientos que afectan al ambiente, porque, cuando es la cultura la que se
corrompe y ya no se reconoce alguna verdad objetiva o unos principios
universalmente válidos, las leyes sólo se entenderán como imposiciones
arbitrarias y como obstáculos a evitar.
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[94] Cf.
Declaración Love for Creation. An Asian Response to the Ecological
Crisis, Coloquio promovido por la Federación de las Conferencias
Episcopales de Asia (Tagaytay 31 enero – 5 febrero 1993), 3.3.2.
[98] Cf.
Vicente de Lerins, Commonitorium primum, cap. 23: PL 50,
668 : « Ut annis scilicet consolidetur, dilatetur tempore, sublimetur aetate ».
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