III. El misterio del universo
76. Para la tradición judío-cristiana, decir «
creación » es más que decir naturaleza, porque tiene que ver con un proyecto
del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado. La
naturaleza suele entenderse como un sistema que se analiza, comprende y
gestiona, pero la creación sólo puede ser entendida como un don que surge de la
mano abierta del Padre de todos, como una realidad iluminada por el amor que
nos convoca a una comunión universal.
77. «Por la palabra del Señor fueron hechos los
cielos» (Sal 33,6). Así se nos indica que el mundo procedió de una
decisión, no del caos o la casualidad, lo cual lo enaltece todavía más. Hay una
opción libre expresada en la palabra creadora. El universo no surgió como
resultado de una omnipotencia arbitraria, de una demostración de fuerza o de un
deseo de autoafirmación. La creación es del orden del amor. El amor de Dios es
el móvil fundamental de todo lo creado: « Amas a todos los seres y no aborreces
nada de lo que hiciste, porque, si algo odiaras, no lo habrías creado » (Sb 11,24).
Entonces, cada criatura es objeto de la ternura del Padre, que le da un lugar
en el mundo. Hasta la vida efímera del ser más insignificante es objeto de su
amor y, en esos pocos segundos de existencia, él lo rodea con su cariño. Decía
san Basilio Magno que el Creador es también «la bondad sin envidia»[44],
y Dante Alighieri hablaba del « amor que mueve el sol y las estrellas »[45].
Por eso, de las obras creadas se asciende «hasta su misericordia amorosa »[46].
78. Al mismo tiempo, el pensamiento judío-cristiano
desmitificó la naturaleza. Sin dejar de admirarla por su esplendor y su
inmensidad, ya no le atribuyó un carácter divino. De esa manera se destaca
todavía más nuestro compromiso ante ella. Un retorno a la naturaleza no puede
ser a costa de la libertad y la responsabilidad del ser humano, que es parte
del mundo con el deber de cultivar sus propias capacidades para protegerlo y
desarrollar sus potencialidades. Si reconocemos el valor y la fragilidad de la
naturaleza, y al mismo tiempo las capacidades que el Creador nos otorgó, esto
nos permite terminar hoy con el mito moderno del progreso material sin límites.
Un mundo frágil, con un ser humano a quien Dios le confía su cuidado, interpela
nuestra inteligencia para reconocer cómo deberíamos orientar, cultivar y
limitar nuestro poder.
79. En este universo, conformado por sistemas
abiertos que entran en comunicación unos con otros, podemos descubrir
innumerables formas de relación y participación. Esto lleva a pensar también al
conjunto como abierto a la trascendencia de Dios, dentro de la cual se
desarrolla. La fe nos permite interpretar el sentido y la belleza misteriosa de
lo que acontece. La libertad humana puede hacer su aporte inteligente hacia una
evolución positiva, pero también puede agregar nuevos males, nuevas causas de
sufrimiento y verdaderos retrocesos. Esto da lugar a la apasionante y dramática
historia humana, capaz de convertirse en un despliegue de liberación,
crecimiento, salvación y amor, o en un camino de decadencia y de mutua
destrucción. Por eso, la acción de la Iglesia no sólo intenta recordar el deber
de cuidar la naturaleza, sino que al mismo tiempo «debe proteger sobre todo al
hombre contra la destrucción de sí mismo»[47].
80. No obstante, Dios, que quiere actuar con
nosotros y contar con nuestra cooperación, también es capaz de sacar algún bien
de los males que nosotros realizamos, porque «el Espíritu Santo posee una
inventiva infinita, propia de la mente divina, que provee a desatar los nudos
de los sucesos humanos, incluso los más complejos e impenetrables»[48]. Él,
de algún modo, quiso limitarse a sí mismo al crear un mundo necesitado de
desarrollo, donde muchas cosas que nosotros consideramos males, peligros o
fuentes de sufrimiento, en realidad son parte de los dolores de parto que nos
estimulan a colaborar con el Creador[49].
Él está presente en lo más íntimo de cada cosa sin condicionar la autonomía de
su criatura, y esto también da lugar a la legítima autonomía de las realidades
terrenas[50].
Esa presencia divina, que asegura la permanencia y el desarrollo de cada ser,
«es la continuación de la acción creadora»[51].
El Espíritu de Dios llenó el universo con virtualidades que permiten que del
seno mismo de las cosas pueda brotar siempre algo nuevo: «La naturaleza no es
otra cosa sino la razón de cierto arte, concretamente el arte divino, inscrito
en las cosas, por el cual las cosas mismas se mueven hacia un fin determinado.
Como si el maestro constructor de barcos pudiera otorgar a la madera que
pudiera moverse a sí misma para tomar la forma del barco»[52].
81. El ser humano, si bien supone también procesos
evolutivos, implica una novedad no explicable plenamente por la evolución de
otros sistemas abiertos. Cada uno de nosotros tiene en sí una identidad
personal, capaz de entrar en diálogo con los demás y con el mismo Dios. La
capacidad de reflexión, la argumentación, la creatividad, la interpretación, la
elaboración artística y otras capacidades inéditas muestran una singularidad
que trasciende el ámbito físico y biológico. La novedad cualitativa que implica
el surgimiento de un ser personal dentro del universo material supone una
acción directa de Dios, un llamado peculiar a la vida y a la relación de un Tú
a otro tú. A partir de los relatos bíblicos, consideramos al ser humano como
sujeto, que nunca puede ser reducido a la categoría de objeto.
82. Pero también sería equivocado pensar que los
demás seres vivos deban ser considerados como meros objetos sometidos a la
arbitraria dominación humana. Cuando se propone una visión de la naturaleza
únicamente como objeto de provecho y de interés, esto también tiene serias
consecuencias en la sociedad. La visión que consolida la arbitrariedad del más
fuerte ha propiciado inmensas desigualdades, injusticias y violencia para la
mayoría de la humanidad, porque los recursos pasan a ser del primero que llega
o del que tiene más poder: el ganador se lleva todo. El ideal de armonía, de
justicia, de fraternidad y de paz que propone Jesús está en las antípodas de
semejante modelo, y así lo expresaba con respecto a los poderes de su época:
«Los poderosos de las naciones las dominan como señores absolutos, y los
grandes las oprimen con su poder. Que no sea así entre vosotros, sino que el
que quiera ser grande sea el servidor » (Mt 20,25-26).
83. El fin de la marcha del universo está en la
plenitud de Dios, que ya ha sido alcanzada por Cristo resucitado, eje de la
maduración universal[53].
Así agregamos un argumento más para rechazar todo dominio despótico e
irresponsable del ser humano sobre las demás criaturas. El fin último de las
demás criaturas no somos nosotros. Pero todas avanzan, junto con nosotros y a
través de nosotros, hacia el término común, que es Dios, en una plenitud
trascendente donde Cristo resucitado abraza e ilumina todo. Porque el ser
humano, dotado de inteligencia y de amor, y atraído por la plenitud de Cristo,
está llamado a reconducir todas las criaturas a su Creador.
IV. El mensaje de cada criatura en la
armonía de todo lo creado
84. Cuando insistimos en decir que el ser humano es
imagen de Dios, eso no debería llevarnos a olvidar que cada criatura tiene una
función y ninguna es superflua. Todo el universo material es un lenguaje del
amor de Dios, de su desmesurado cariño hacia nosotros. El suelo, el agua, las
montañas, todo es caricia de Dios. La historia de la propia amistad con Dios
siempre se desarrolla en un espacio geográfico que se convierte en un signo
personalísimo, y cada uno de nosotros guarda en la memoria lugares cuyo
recuerdo le hace mucho bien. Quien ha crecido entre los montes, o quien de niño
se sentaba junto al arroyo a beber, o quien jugaba en una plaza de su barrio,
cuando vuelve a esos lugares, se siente llamado a recuperar su propia
identidad.
85. Dios ha escrito un libro precioso, «cuyas
letras son la multitud de criaturas presentes en el universo»[54].
Bien expresaron los Obispos de Canadá que ninguna criatura queda fuera de esta
manifestación de Dios: «Desde los panoramas más amplios a la forma de vida más
ínfima, la naturaleza es un continuo manantial de maravilla y de temor. Ella
es, además, una continua revelación de lo divino»[55].
Los Obispos de Japón, por su parte, dijeron algo muy sugestivo: «Percibir a
cada criatura cantando el himno de su existencia es vivir gozosamente en el
amor de Dios y en la esperanza»[56].
Esta contemplación de lo creado nos permite descubrir a través de cada cosa
alguna enseñanza que Dios nos quiere transmitir, porque «para el creyente
contemplar lo creado es también escuchar un mensaje, oír una voz paradójica y
silenciosa»[57].
Podemos decir que, «junto a la Revelación propiamente dicha, contenida en la
sagrada Escritura, se da una manifestación divina cuando brilla el sol y cuando
cae la noche»[58].
Prestando atención a esa manifestación, el ser humano aprende a reconocerse a
sí mismo en la relación con las demás criaturas: «Yo me autoexpreso al expresar
el mundo; yo exploro mi propia sacralidad al intentar descifrar la del mundo»[59].
86. El conjunto del universo, con sus múltiples
relaciones, muestra mejor la inagotable riqueza de Dios. Santo Tomás de Aquino
remarcaba sabiamente que la multiplicidad y la variedad provienen «de la
intención del primer agente», que quiso que «lo que falta a cada cosa para
representar la bondad divina fuera suplido por las otras»[60],
porque su bondad «no puede ser representada convenientemente por una sola
criatura»[61].
Por eso, nosotros necesitamos captar la variedad de las cosas en sus múltiples
relaciones[62].
Entonces, se entiende mejor la importancia y el sentido de cualquier criatura
si se la contempla en el conjunto del proyecto de Dios. Así lo enseña el Catecismo: «La interdependencia de las criaturas
es querida por Dios. El sol y la luna, el cedro y la florecilla, el águila y el
gorrión, las innumerables diversidades y desigualdades significan que ninguna
criatura se basta a sí misma, que no existen sino en dependencia unas de otras,
para complementarse y servirse mutuamente»[63].
87. Cuando tomamos conciencia del reflejo de Dios
que hay en todo lo que existe, el corazón experimenta el deseo de adorar al
Señor por todas sus criaturas y junto con ellas, como se expresa en el precioso
himno de san Francisco de Asís:
«Alabado seas, mi Señor,
con todas tus criaturas,
especialmente el hermano sol,
por quien nos das el día y nos iluminas.
Y es bello y radiante con gran esplendor,
de ti, Altísimo, lleva significación.
Alabado seas, mi Señor,
por la hermana luna y las estrellas,
en el cielo las formaste claras y preciosas, y bellas.
Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento
y por el aire, y la nube y el cielo sereno,
y todo tiempo,
por todos ellos a tus criaturas das sustento.
Alabado seas, mi Señor, por la hermana agua,
la cual es muy humilde, y preciosa y casta.
Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual iluminas la noche,
y es bello, y alegre y vigoroso, y fuerte»[64].
con todas tus criaturas,
especialmente el hermano sol,
por quien nos das el día y nos iluminas.
Y es bello y radiante con gran esplendor,
de ti, Altísimo, lleva significación.
Alabado seas, mi Señor,
por la hermana luna y las estrellas,
en el cielo las formaste claras y preciosas, y bellas.
Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento
y por el aire, y la nube y el cielo sereno,
y todo tiempo,
por todos ellos a tus criaturas das sustento.
Alabado seas, mi Señor, por la hermana agua,
la cual es muy humilde, y preciosa y casta.
Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual iluminas la noche,
y es bello, y alegre y vigoroso, y fuerte»[64].
88. Los Obispos de Brasil han remarcado que toda la
naturaleza, además de manifestar a Dios, es lugar de su presencia. En cada
criatura habita su Espíritu vivificante que nos llama a una relación con él[65].
El descubrimiento de esta presencia estimula en nosotros el desarrollo de las
«virtudes ecológicas»[66].
Pero cuando decimos esto, no olvidamos que también existe una distancia
infinita, que las cosas de este mundo no poseen la plenitud de Dios. De otro
modo, tampoco haríamos un bien a las criaturas, porque no reconoceríamos su
propio y verdadero lugar, y terminaríamos exigiéndoles indebidamente lo que en
su pequeñez no nos pueden dar.
___________________________________
[46] Benedicto
XVI, Catequesis (9 noviembre 2005), 3: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua
española (11 noviembre 2005), p. 20.
[48] Juan
Pablo II, Catequesis (24 abril 1991), 6: L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española (26 abril 1991), p. 6.
[49] El Catecismo explica
que Dios quiso crear un mundo en camino hacia su perfección última y que esto
implica la presencia de la imperfección ydel mal físico; cf. Catecismo de la Iglesia
Católica, 310.
[50] Cf.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el
mundo actual, 36.
[53] En esta perspectiva se sitúa la aportación
del P. Teilhard de Chardin; cf. Pablo VI, Discurso en un
establecimiento químico-farmacéutico (24 febrero 1966): Insegnamenti 4
(1966), 992-993; Juan Pablo II, Carta al reverendo P. George V.
Coyne (1 junio 1988): Insegnamenti 5/2 (2009), 60;
Benedicto XVI, Homilía para la celebración
de las Vísperas en Aosta (24 julio
2009):L’Osservatore romano, ed. semanal en lengua española (31
julio 2009), p. 3s.
[54] Juan
Pablo II, Catequesis (30 enero 2002), 6: L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española (1 febrero 2002), p. 12.
[55] Conferencia
de los Obispos Católicos de Canadá. Comisión para los Ąsuntos Sociales, Carta
pastoral You love all that exists... all things are yours, God, Lover
of Life (4 octubre 2003), 1.
[56] Conferencia
de los Obispos Católicos de Japón, Reverence for Life. A Message for
the Twenty-First Century (1 enero 2001), n. 89.
[57] Juan
Pablo II, Catequesis (26 enero 2000), 5: L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española (28 enero 2000), p. 3.
[58] Id., Catequesis (2 agosto 2000), 3: L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española (4 agosto 2000), p. 8.
[59] Paul
Ricoeur, Philosophie de la volonté II. Finitude et
culpabilité, Paris 2009, 2016 (ed. esp.: Finitud y
culpabilidad, Madrid 1967, 249).
[65] Cf.
Conferencia Nacional de los Obispos de Brasil, A Igreja e a questão
ecológica (1992), 53-54.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para poder responder a sus inquietudes, por favor déjanos la dirección electrónica (e-mail).