Homilía
del santo padre Benedicto XVI durante
la concelebración eucarística en
la solemnidad de san pedro y san pablo Miércoles 29 de junio
de 2005
Queridos
hermanos y hermanas: La
fiesta de San Pedro y San Pablo, apóstoles, es una grata memoria de los grandes
testigos de Jesucristo y, a la vez, una solemne confesión de fe en la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Ante todo es una fiesta de la catolicidad. El signo de
Pentecostés ―la nueva comunidad que habla en todas las lenguas y une a todos
los pueblos en un único pueblo, en una familia de Dios― se ha hecho realidad...
Los extranjeros se han convertido en amigos; superando todos los confines, nos
reconocemos hermanos. Así se ha cumplido la misión de san Pablo, que estaba
convencido de ser "ministro de Cristo Jesús para con los gentiles,
ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para que la ofrenda de los
gentiles, consagrada por el Espíritu Santo, agrade a Dios" (Rm 15, 16).
La
finalidad de la misión es una humanidad transformada en una glorificación viva
de Dios, el culto verdadero que Dios espera: este es el sentido más
profundo de la catolicidad,
una catolicidad que ya nos ha sido donada y hacia
la cual, sin embargo, debemos avanzar siempre de nuevo. Catolicidad no sólo expresa una dimensión
horizontal, la reunión de muchas personas en la unidad; también entraña una
dimensión vertical: sólo dirigiendo nuestra mirada a Dios, sólo
abriéndonos a él, podemos llegar a ser realmente uno. Catolicidad significa universalidad, multiplicidad
que se transforma en unidad; unidad que, a pesar de todo, sigue siendo
multiplicidad. Las palabras de san Pablo sobre la universalidad de la Iglesia nos han explicado que de
esta unidad forma parte la capacidad de los
pueblos de superarse a sí mismos para mirar hacia el único Dios. La unidad de los hombres en su multiplicidad ha
sido posible porque Dios, el único Dios del cielo y de la tierra, se nos
manifestó; porque la verdad esencial sobre nuestra vida, sobre nuestro origen y
nuestro destino, se hizo visible cuando él se nos manifestó y en Jesucristo nos
hizo ver su rostro, se nos reveló a sí mismo. Esta verdad sobre la esencia de
nuestro ser, sobre nuestra vida y nuestra muerte, verdad que Dios hizo visible,
nos une y nos convierte en hermanos. Catolicidad y unidad van juntas. Y la unidad tiene un contenido: la fe que los
Apóstoles nos transmitieron de parte de Cristo.
El hecho
de que ambas dimensiones se nos hagan visibles en las figuras de los santos
Apóstoles nos indica ya la característica sucesiva de la Iglesia: apostólica. ¿Qué significa? El Señor instituyó doce Apóstoles,
como eran doce los hijos de Jacob, señalándolos de esa manera como iniciadores
del pueblo de Dios, el cual, siendo ya universal, en adelante abarca a todos
los pueblos. La Iglesia es apostólica porque confiesa la fe de los Apóstoles
y trata de vivirla. San Pedro, en su primera carta, se refiere a sí mismo como
"co-presbítero" con los presbíteros a los que escribe (cf. 1 P 5, 1). Así expresó el principio de la
sucesión apostólica: el mismo ministerio que él había recibido del Señor
prosigue ahora en la Iglesia gracias a la ordenación sacerdotal. La palabra de
Dios no es sólo escrita; gracias a los testigos que el Señor, por el
sacramento, insertó en el ministerio apostólico, sigue siendo palabra
viva.
El
evangelio nos habla de la confesión de san Pedro, con la que inició la
Iglesia: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16). He hablado de la Iglesia una, católica y apostólica, pero no lo he hecho
aún de la Iglesia santa;
por eso, quisiera recordar en este momento otra confesión de Pedro, pronunciada
en nombre de los Doce en la hora del gran abandono: "Nosotros creemos
y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn 6, 69). ¿Qué significa? Jesús, en la
gran oración sacerdotal, dice que se santifica por los discípulos, aludiendo al
sacrificio de su muerte (cf. Jn 17,
19). De esta forma Jesús expresa implícitamente su función de verdadero Sumo
Sacerdote que realiza el misterio del "Día de la reconciliación", ya
no sólo mediante ritos sustitutivos, sino en la realidad concreta de su cuerpo
y su sangre. La confesión de
Pedro en favor de Cristo, a quien llama "el Santo de Dios", está en
el contexto del discurso eucarístico, en el cual Jesús anuncia el gran Día de
la reconciliación mediante la ofrenda de sí mismo en sacrificio: "El
pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo" (Jn 6, 51).
La
Iglesia no es santa por sí misma, pues está compuesta de
pecadores, como sabemos y vemos todos. Más bien, siempre es santificada de
nuevo por el Santo de Dios, por el amor purificador de Cristo. Dios no sólo ha
hablado; además, nos ha amado de una forma muy realista, nos ha amado hasta la
muerte de su propio Hijo. Esto precisamente nos muestra toda la grandeza de la
revelación, que en cierto modo ha infligido las heridas al corazón de Dios
mismo. Así pues, cada uno de nosotros puede decir personalmente, con san
Pablo: "Yo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a
sí mismo por mí" (Ga 2,
20). Pidamos al Señor que la verdad de estas palabras penetre profundamente,
con su alegría y con su responsabilidad, en nuestro corazón. Pidámosle que,
irradiándose desde la celebración eucarística, sea cada vez más la fuerza que
transforme nuestra vida.
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