III. Conversión ecológica
216. La gran riqueza de la espiritualidad
cristiana, generada por veinte siglos de experiencias personales y
comunitarias, ofrece un bello aporte al intento de renovar la humanidad. Quiero
proponer a los cristianos algunas líneas de espiritualidad ecológica que nacen
de las convicciones de nuestra fe, porque lo que el Evangelio nos enseña tiene
consecuencias en nuestra forma de pensar, sentir y vivir. No se trata de hablar
tanto de ideas, sino sobre todo de las motivaciones que surgen de la
espiritualidad para alimentar una pasión por el cuidado del mundo. Porque no
será posible comprometerse en cosas grandes sólo con doctrinas sin una mística
que nos anime, sin «unos móviles interiores que impulsan, motivan, alientan y
dan sentido a la acción personal y comunitaria»[151].
Tenemos que reconocer que no siempre los cristianos hemos recogido y
desarrollado las riquezas que Dios ha dado a la Iglesia, donde la espiritualidad
no está desconectada del propio cuerpo ni de la naturaleza o de las realidades
de este mundo, sino que se vive con ellas y en ellas, en comunión con todo lo
que nos rodea.
217. Si «los desiertos exteriores se multiplican en
el mundo porque se han extendido los desiertos interiores»[152],
la crisis ecológica es un llamado a una profunda conversión interior. Pero
también tenemos que reconocer que algunos cristianos comprometidos y orantes,
bajo una excusa de realismo y pragmatismo, suelen burlarse de las
preocupaciones por el medio ambiente. Otros son pasivos, no se deciden a
cambiar sus hábitos y se vuelven incoherentes. Les hace falta entonces unaconversión
ecológica, que implica dejar brotar todas las consecuencias de su encuentro
con Jesucristo en las relaciones con el mundo que los rodea. Vivir la vocación
de ser protectores de la obra de Dios es parte esencial de una existencia
virtuosa, no consiste en algo opcional ni en un aspecto secundario de la
experiencia cristiana.
218. Recordemos el modelo de san Francisco de Asís,
para proponer una sana relación con lo creado como una dimensión de la
conversión íntegra de la persona. Esto implica también reconocer los propios
errores, pecados, vicios o negligencias, y arrepentirse de corazón, cambiar
desde adentro. Los Obispos australianos supieron expresar la conversión en
términos de reconciliación con la creación: «Para realizar esta reconciliación
debemos examinar nuestras vidas y reconocer de qué modo ofendemos a la creación
de Dios con nuestras acciones y nuestra incapacidad de actuar. Debemos hacer la
experiencia de una conversión, de un cambio del corazón»[153].
219. Sin embargo, no basta que cada uno sea mejor
para resolver una situación tan compleja como la que afronta el mundo actual.
Los individuos aislados pueden perder su capacidad y su libertad para superar
la lógica de la razón instrumental y terminan a merced de un consumismo sin
ética y sin sentido social y ambiental. A problemas sociales se responde con
redes comunitarias, no con la mera suma de bienes individuales: «Las exigencias
de esta tarea van a ser tan enormes, que no hay forma de satisfacerlas con las
posibilidades de la iniciativa individual y de la unión de particulares
formados en el individualismo. Se requerirán una reunión de fuerzas y una
unidad de realización»[154].
La conversión ecológica que se requiere para crear un dinamismo de cambio
duradero es también una conversión comunitaria.
220. Esta conversión supone diversas actitudes que
se conjugan para movilizar un cuidado generoso y lleno de ternura. En primer
lugar implica gratitud y gratuidad, es decir, un reconocimiento del mundo como
un don recibido del amor del Padre, que provoca como consecuencia actitudes
gratuitas de renuncia y gestos generosos aunque nadie los vea o los reconozca:
«Que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha […] y tu Padre que ve en
lo secreto te recompensará» (Mt 6,3-4). También implica la amorosa
conciencia de no estar desconectados de las demás criaturas, de formar con los
demás seres del universo una preciosa comunión universal. Para el creyente, el
mundo no se contempla desde fuera sino desde dentro, reconociendo los lazos con
los que el Padre nos ha unido a todos los seres. Además, haciendo crecer las
capacidades peculiares que Dios le ha dado, la conversión ecológica lleva al
creyente a desarrollar su creatividad y su entusiasmo, para resolver los dramas
del mundo, ofreciéndose a Dios «como un sacrificio vivo, santo y agradable» (Rm 12,1).
No entiende su superioridad como motivo de gloria personal o de dominio
irresponsable, sino como una capacidad diferente, que a su vez le impone una
grave responsabilidad que brota de su fe.
221. Diversas convicciones de nuestra fe,
desarrolladas al comienzo de esta Encíclica, ayudan a enriquecer el sentido de
esta conversión, como la conciencia de que cada criatura refleja algo de Dios y
tiene un mensaje que enseñarnos, o la seguridad de que Cristo ha asumido en sí
este mundo material y ahora, resucitado, habita en lo íntimo de cada ser,
rodeándolo con su cariño y penetrándolo con su luz. También el reconocimiento
de que Dios ha creado el mundo inscribiendo en él un orden y un dinamismo que
el ser humano no tiene derecho a ignorar. Cuando uno lee en el Evangelio que
Jesús habla de los pájaros, y dice que « ninguno de ellos está olvidado ante
Dios » (Lc 12,6), ¿será capaz de maltratarlos o de hacerles daño?
Invito a todos los cristianos a explicitar esta dimensión de su conversión,
permitiendo que la fuerza y la luz de la gracia recibida se explayen también en
su relación con las demás criaturas y con el mundo que los rodea, y provoque
esa sublime fraternidad con todo lo creado que tan luminosamente vivió san
Francisco de Asís.
IV. Gozo y paz
222. La espiritualidad cristiana propone un modo
alternativo de entender la calidad de vida, y alienta un estilo de vida
profético y contemplativo, capaz de gozar profundamente sin obsesionarse por el
consumo. Es importante incorporar una vieja enseñanza, presente en diversas
tradiciones religiosas, y también en la Biblia. Se trata de la convicción de
que « menos es más ». La constante acumulación de posibilidades para consumir
distrae el corazón e impide valorar cada cosa y cada momento. En cambio, el
hacerse presente serenamente ante cada realidad, por pequeña que sea, nos abre
muchas más posibilidades de comprensión y de realización personal. La
espiritualidad cristiana propone un crecimiento con sobriedad y una capacidad
de gozar con poco. Es un retorno a la simplicidad que nos permite detenernos a
valorar lo pequeño, agradecer las posibilidades que ofrece la vida sin
apegarnos a lo que tenemos ni entristecernos por lo que no poseemos. Esto
supone evitar la dinámica del dominio y de la mera acumulación de placeres.
223. La sobriedad que se vive con libertad y
conciencia es liberadora. No es menos vida, no es una baja intensidad sino todo
lo contrario. En realidad, quienes disfrutan más y viven mejor cada momento son
los que dejan de picotear aquí y allá, buscando siempre lo que no tienen, y
experimentan lo que es valorar cada persona y cada cosa, aprenden a tomar
contacto y saben gozar con lo más simple. Así son capaces de disminuir las
necesidades insatisfechas y reducen el cansancio y la obsesión. Se puede
necesitar poco y vivir mucho, sobre todo cuando se es capaz de desarrollar
otros placeres y se encuentra satisfacción en los encuentros fraternos, en el
servicio, en el despliegue de los carismas, en la música y el arte, en el
contacto con la naturaleza, en la oración. La felicidad requiere saber limitar
algunas necesidades que nos atontan, quedando así disponibles para las múltiples
posibilidades que ofrece la vida.
224. La sobriedad y la humildad no han gozado de
una valoración positiva en el último siglo. Pero cuando se debilita de manera
generalizada el ejercicio de alguna virtud en la vida personal y social, ello
termina provocando múltiples desequilibrios, también ambientales. Por eso, ya
no basta hablar sólo de la integridad de los ecosistemas. Hay que atreverse a
hablar de la integridad de la vida humana, de la necesidad de alentar y
conjugar todos los grandes valores. La desaparición de la humildad, en un ser
humano desaforadamente entusiasmado con la posibilidad de dominarlo todo sin
límite alguno, sólo puede terminar dañando a la sociedad y al ambiente. No es
fácil desarrollar esta sana humildad y una feliz sobriedad si nos volvemos
autónomos, si excluimos de nuestra vida a Dios y nuestro yo ocupa su lugar, si
creemos que es nuestra propia subjetividad la que determina lo que está bien o
lo que está mal.
225. Por otro lado, ninguna persona puede madurar
en una feliz sobriedad si no está en paz consigo mismo. Parte de una adecuada
comprensión de la espiritualidad consiste en ampliar lo que entendemos por paz,
que es mucho más que la ausencia de guerra. La paz interior de las personas
tiene mucho que ver con el cuidado de la ecología y con el bien común, porque,
auténticamente vivida, se refleja en un estilo de vida equilibrado unido a una
capacidad de admiración que lleva a la profundidad de la vida. La naturaleza
está llena de palabras de amor, pero ¿cómo podremos escucharlas en medio del
ruido constante, de la distracción permanente y ansiosa, o del culto a la
apariencia? Muchas personas experimentan un profundo desequilibrio que las
mueve a hacer las cosas a toda velocidad para sentirse ocupadas, en una prisa
constante que a su vez las lleva a atropellar todo lo que tienen a su
alrededor. Esto tiene un impacto en el modo como se trata al ambiente. Una
ecología integral implica dedicar algo de tiempo para recuperar la serena
armonía con la creación, para reflexionar acerca de nuestro estilo de vida y
nuestros ideales, para contemplar al Creador, que vive entre nosotros y en lo
que nos rodea, cuya presencia «no debe ser fabricada sino descubierta,
develada»[155].
226. Estamos hablando de una actitud del corazón,
que vive todo con serena atención, que sabe estar plenamente presente ante
alguien sin estar pensando en lo que viene después, que se entrega a cada
momento como don divino que debe ser plenamente vivido. Jesús nos enseñaba esta
actitud cuando nos invitaba a mirar los lirios del campo y las aves del cielo,
o cuando, ante la presencia de un hombre inquieto, « detuvo en él su mirada, y
lo amó » (Mc 10,21). Él sí que estaba plenamente presente ante cada
ser humano y ante cada criatura, y así nos mostró un camino para superar la
ansiedad enfermiza que nos vuelve superficiales, agresivos y consumistas
desenfrenados.
227. Una expresión de esta actitud es detenerse a
dar gracias a Dios antes y después de las comidas. Propongo a los creyentes que
retomen este valioso hábito y lo vivan con profundidad. Ese momento de la
bendición, aunque sea muy breve, nos recuerda nuestra dependencia de Dios para
la vida, fortalece nuestro sentido de gratitud por los dones de la creación,
reconoce a aquellos que con su trabajo proporcionan estos bienes y refuerza la
solidaridad con los más necesitados.
________________________________
[152] Benedicto
XVI, Homilía en el solemne
inicio del ministerio petrino (24 abril
2005): AAS 97 (2005), 710.
[153] Conferencia
de los Obispos católicos de Australia, A New Earth – The Environmental
Challenge (2002).
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