Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Hoy continuamos con las catequesis sobre la Iglesia y haremos una reflexión sobre la Iglesia madre. La Iglesia es madre. Nuestra santa madre Iglesia.
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En estos días la liturgia de la Iglesia puso ante nuestros ojos el icono de la Virgen María Madre de Dios. El primer día del año es la fiesta de la Madre de Dios, a la que sigue la Epifanía, con el recuerdo de la visita de los Magos. Escribe el evangelista Mateo: «Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron» (Mt 2, 11). Es la Madre que, tras haberlo engendrado, presenta el Hijo al mundo. Ella nos da a Jesús, ella nos muestra a Jesús, ella nos hace ver a Jesús. Continuamos con las catequesis sobre la familia y en la familia está la madre. Toda persona humana debe la vida a una madre, y casi siempre le debe a ella mucho de la propia existencia sucesiva, de la formación humana y espiritual. La madre, sin embargo, incluso siendo muy exaltada desde punto de vista simbólico —muchas poesías, muchas cosas hermosas se dicen poéticamente de la madre—, se la escucha poco y se le ayuda poco en la vida cotidiana, y es poco considerada en su papel central en la sociedad. Es más, a menudo se aprovecha de la disponibilidad de las madres a sacrificarse por los hijos para «ahorrar» en los gastos sociales.
Sucede que incluso en la comunidad cristiana a la madre no siempre se la tiene justamente en cuenta, se le escucha poco. Sin embargo, en el centro de la vida de la Iglesia está la Madre de Jesús. Tal vez las madres, dispuestas a muchos sacrificios por los propios hijos, y no pocas veces también por los de los demás, deberían ser más escuchadas. Habría que comprender más su lucha cotidiana por ser eficientes en el trabajo y atentas y afectuosas en la familia; habría que comprender mejor a qué aspiran ellas para expresar los mejores y auténticos frutos de su emancipación. Una madre con los hijos tiene siempre problemas, siempre trabajo. Recuerdo que en casa, éramos cinco hijos y mientras uno hacía una travesura, el otro pensaba en hacer otra, y la pobre mamá iba de una parte a la otra, pero era feliz. Nos dio mucho.

Una sociedad sin madres sería una sociedad inhumana, porque las madres saben testimoniar siempre, incluso en los peores momentos, la ternura, la entrega, la fuerza moral.
Las madres transmiten a menudo también el sentido más profundo de la práctica religiosa: en las primeras oraciones, en los primeros gestos de devoción que aprende un niño, está inscrito el valor de la fe en la vida de un ser humano. Es un mensaje que las madres creyentes saben transmitir sin muchas explicaciones: estas llegarán después, pero la semilla de la fe está en esos primeros, valiosísimos momentos. Sin las madres, no sólo no habría nuevos fieles, sino que la fe perdería buena parte de su calor sencillo y profundo. Y la Iglesia es madre, con todo esto, es nuestra madre. Nosotros no somos huérfanos, tenemos una madre. La Virgen, la madre Iglesia y nuestra madre. No somos huérfanos, somos hijos de la Iglesia, somos hijos de la Virgen y somos hijos de nuestras madres.
Queridísimas mamás, gracias, gracias por lo que sois en la familia y por lo que dais a la Iglesia y al mundo. Y a ti, amada Iglesia, gracias, gracias por ser madre. Y a ti, María, madre de Dios, gracias por hacernos ver a Jesús. Y gracias a todas las mamás aquí presentes: las saludamos con un aplauso.
Tomado de: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2015/documents/papa-francesco_20150107_udienza-generale.html
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